La gastronomía en España
Un poco de historia nunca está mal
La gastronomía española constituye una de las más antiguas y
complejas del mundo, sin que esto sea una exageración ni tampoco petulancia. El
mérito es el resultado de distintas peculiaridades de nuestro país. La
situación geográfica: puerta de entrada de África hacia Europa, punto de
encuentro de rutas comerciales procedentes de Asia y nexo de unión con América.
Este trasiego entre continentes se hace siempre a través de personas y
actividades económicas que han ido trayendo a lo largo de la historia una gran
variedad de ingredientes, platos y costumbres culinarias. Por suerte, el clima
y la diversidad de mares y ríos han posibilitado el arraigo de las novedades
que, finalmente, que han ido conformando
nuestra manera de comer.
Los fenicios están entre los primeros en introducir nuevos
ingredientes traídos de África y Asia; de ahí en adelante no hay prácticamente
interrupción en cuanto a nuevas adquisiciones tanto de alimentos como de
técnicas de cultivo y producción y su posterior transformación en suculentos
platos. Los antiguos griegos nos aportaron nuevas especies vegetales, en
especial frutas y hortalizas; con los romanos aprendimos a tener graneros con
los que producir todo tipo de cereales, especialmente trigo, además de la
elaboración de aceites con sus almazaras, de las que hay numerosos vestigios
arqueológicos, vinos y toda una industria del pescado y el arte de la salazón,
además de los embutidos y jamones que desde entonces se elaboran, siendo en el
aquel momento tan deleitados como lo son ahora.
Los años de presencia árabe asentaron las técnicas de
regadío y labranza, el cultivo de cítricos, legumbres, albóndigas, especias, el
uso de determinados frutos secos, como la almendra, en una variedad exquisita
de dulces y pasteles… De esta época conservamos algunos escritos en los que ya
se menciona la utilidad de ciertos alimentos y platos en la cura o prevención
de algunas enfermedades, así como de la idoneidad de algunas formas de preparar
los alimentos para que conserven o potencien sus propiedades alimentarias. Los judíos de aquella época introdujeron
también algunas de las prácticas higiénicas sanitarias, derivadas de sus
creencias religiosas. Son prescripciones que les obligaban a realizar de modo
exhaustivo prácticas de lavado y purga
de la carne, medidas higiénicas de los recipientes y la abstención de
determinados consumos. Estas prácticas fueron generalmente rechazadas por el
resto de los habitantes del país, pero lo cierto es que su uso ayudó a que
determinadas enfermedades fueran menos frecuentes entre los judíos y con el
tiempo muchas de ellas perviven en nuestra cultura, un vez que su eficacia
quedó demostrada y los prejuicios
religiosos dejaron de tener efecto.
A pesar de que la vida árabe y judía fueron expulsadas de
España, no hubo manera de que lo arraigado se desterrara. Tampoco fue posible
no aceptar lo que comenzó a llegar de América. Incluso aunque, en los inicios,
gran parte de los alimentos llegados de otro lado del mundo fueron rechazados,
fundamentalmente por el desconocimiento para su conservación, su cultivo, su
preparación culinaria, o simplemente por falsas creencias del tipo que su
consumo es perjudicial para la salud. Hoy en día nos resulta gracioso pensar
que el consumo de la patata lo asociaron, en el momento de su introducción en
Europa, al desarrollo de la enfermedad de la lepra.
Sin embargo, algunos
periodos de hambruna y la labor de los cronistas del Nuevo Mundo, con su esmero
por realizar profusas descripciones de los alimentos, sabores, texturas, formas
de cocinar, contribuyó a que la cocina española y la de los indígenas
americanos acabaran por fusionarse. Fusión, curioso que una expresión que
aparentemente es tan moderna en términos culinarios, lleve en realidad
practicándose desde tiempos lejanos.
Hablamos de un gran proceso de fusión, tanto en España como
en el resto de las culturas americanas, y aún más allá: desde nuestro país al resto de Europa. Este intercambio
posibilitó que ingredientes como el trigo, el maíz, las alubias, los garbanzos,
las patatas, el cerdo, el vacuno, los tomates, los cacahuetes, los plátanos, el
café o el chocolate, entre otros, sean alimentos que se pueden encontrar en
todos los continentes y formar parte de la seña de identidad de países muy
dispares. El chocolate es tan belga o suizo como americano, ¡por no hablar de
las patatas!
De esta época medieval consta el primer libro en castellano
que se ocupa con exclusividad de la cocina: Arte Cisoria, escrito por Enrique de Aragón, marqués de Villena
(1384 -1434). No es exactamente un recetario, sino un tratado sobre el arte de
trinchar y de cómo usar el cuchillo, además de establecer cinco grupos de
alimentos (aves, animales de cuatro pies, pescados, frutas y hierbas) y hablar
sobre los utensilios y vajilla.
El modelo de clases sociales marcó también el estilo de la
cocina. Se puede hablar de una cocina de pobres y una cocina de ricos.
Numerosos son los refranes que así lo sentencian; tal vez el más claro al
respecto sea este “desayuna como un rey, almuerza como un obispo y cena como un
mendigo”. Durante un largo periodo de tiempo los alimentos refinados y
elaborados estaban destinados a las
clases más altas. A menudo, estos productos procedían de influencias
extranjeras, mientras que los productos autóctonos y menos procesados y
refinados se reservaban a las clases más bajas.
Muchos de los platos de todas esas cocinas perviven en la
actualidad, aunque lo que nació siendo un plato de pobres, en ocasiones se ha
acabado por convertir en un apreciado manjar, además de que, obviamente, la
diferencia social y el acceso a los alimentos ya no observan las mismas reglas.
Además de las cuestiones económicas, las motivos de
celebración, como bodas, fiestas religiosas, por motivos de calendario, tienen
también identificación en las mesas. En estas ocasiones lo normal es “tirar la
casa por la ventana” y servir lo mejor de lo mejor, incluso aunque sea con los
ingredientes más modestos. Numerosos son los platos asociados a estas
circunstancias: potajes de Semana Santa, dulces realizados por el patrón o la patrona
del pueblo o ciudad, en memoria de los difuntos: garbanzos con espinacas,
huesos de santo, torrijas… Son solo algunos de los ejemplos que se pueden
citar. Esta costumbre de celebrar en torno a la mesa es algo altamente arraigado en nuestro modo de vida. No existe
celebración familiar, religiosa, e incluso negocio que no se cierre frente a
una buena mesa.
Especial influencia en este aspecto tuvo la cocina conventual desde la época
medieval y renacentista, ya que desde los conventos comenzaron a imponerse
determinadas reglas. A la austeridad de la dieta, basada en pan, hortalizas,
legumbres, huevos y poca carne, añadieron preceptos del tipo no comer carne los
viernes ni festivos, ni en Cuaresma. Esta contención en las comidas no tiene
que ver con un momento de pobreza en las órdenes, ya que durante la Edad Media
y el Renacimiento la mayor parte de los conventos gozaban de una buena
economía. Prueba de ellos es la proliferación de cultivos y la práctica
continuada de actividades agrícolas, ganaderas y gastronómicas que llevan a
cabo. Desde esta época de los conventos de donde salen numerosos tipos de
vinos, conservas, perfeccionamiento del pan, elaboración de repostería y
fábricas de quesos. Además, se convierten en centros de enseñanza de técnicas
producción agrícola y ganadera, así como
transmisores de excelentes recetas a través de números libros que aún
hoy se conservan.
El Renacimiento generaliza el uso del tenedor, la postura
sentada y erguida sobre la mesa, el uso de las servilletas, las bandejas, las
copas de cristal, sustituyendo a las de metal, la cocción de la carne trinchada
con varillas y al fuego, el consumo del chocolate, la patata, el tomate, los
cacahuetes, mayor variedad de verduras.
El Barroco extiende el consumo de aves a la parrilla, las
carnes maceradas en vino, hierbas y especias, el cerdo se asa y se rellena. En
España las mesas de las clases altas se caracterizan por la opulencia, y la
avaricia, hasta el punto de extenderse enfermedades como la gota, mientras que
las clases más bajas llegan a pasar incluso hambrunas. Surge en este contexto
la figura del pícaro, que rondaban las cocinas de las clases más altas con la
intención de robar la comida.
La España del siglo XVIII estaba dominada por el trigo, la
cebada y el centeno, que constituían la mayor parte de los cultivos. También se
afianza durante este periodo el cultivo del maíz, el arroz. Las lentejas,
garbanzos, habas y alubias, junto con el olivo, la vid, el manzano y el naranjo
acaban por conformar los cultivos fuertes del país y, por tanto, ingredientes
fuertes en la dieta.
De 1747 es el libro Artes
de repostería, escrito por Juan de la Mata, en el que se describen recetas
de bizcochos, turrones, antas, bebidas frías, mistelas, frutas. Además, en este
libro encontramos por primera vez la salsa de tomate, de modo muy similar al
actual, además del uso del azúcar, la canela, el azafrán, el clavo, el perejil.
De este siglo conservamos la receta de “olla podrida” que se
sigue preparando en la actualidad. Se trata de un plato de mezcla de carnes que
cuecen junto a verduras como camote,
ajo, zanahorias, calabaza, patata, y judías.
A partir del siglo XIX la gastronomía francesa destaca como
puntera en Europa, pasando a considerarse la más delicada y exquisita. Surgen
las figuras de los grandes chef, y la cocina actual es en gran parte heredera
de ellos. El afrancesamiento en las costumbres fue tal que hasta finales del
siglo los menús y los nombre de los platos se publican en francés; obviamente
los destinados a las clases altas y las grandes mesas.
El final del siglo XIX y los inicios del siglo XX suponen un
empobrecimiento en la alimentación, propio de una etapa de retroceso económico
que sufre el país. La pérdida de las últimas colonias lleva incluso a la
generalización de la pobreza e incluso del
hambre. La Guerra Civil y sus consecuencias acaban por dar el último
parón a las costumbres alimentarias, hasta el punto de llegar a consumirse
subproductos como la cáscara de las patatas. El racionamiento permitía
conseguir alimentos como el azúcar, el café, alubias, bacalao o manteca vegetal. La necesidad suele agudizar el
ingenio y de éste nacieron platos como las migas (pan duro remojado y salteado
en un poco de manteca), la sopas muy ligeras de ingredientes, el pan y el chocolate de algarrobas, sopa de pan de
rallado, tortillas sin huevo y otros tantos que en la actualidad se han
reconvertido añadiendo ingredientes y elevando la categoría. Las migas son hoy
un plato tradicional apreciado al que se han añadido algo de carne y huevos como
acompañamiento.
A finales de los años sesenta el país sufre un despegue
económico y con ello desaparecen las más nefastas consecuencias del hambre.
Además, nuestra Dieta Mediterránea, basada fundamentalmente en el consumo de
legumbres, pan, fruta y verduras, carne y pescado obtiene, por primera vez, un
reconocimiento internacional como la más equilibrada del mundo.
Al mismo tiempo, se legisla en materia de sanidad e higiene
alimentaria. Se dictan normas para mejorar en estas materias en centros de producción
agrícola y ganadera, y el etiquetado se generaliza de modo más eficiente. Poco
a poco se extiende la preocupación y la concienciación sobre la calidad de los
alimentos, la necesidad de una alimentación sana y equilibrada. El desarrollo
político, económico y la apertura de España, han terminado por conformar una
legislación en materia de seguridad alimentaria, al mismo tiempo que la
educación de la sociedad en aspectos nutricionales ha ido adquiriendo valores
importantes.
El panorama gastronómico actual es complejo y rico, como no
podía ser menos, dado la larga lista de antecedentes. Básicamente está regido
por la variedad de estilos y de oferta, y sobre todo goza de una estupenda
imaginación, lo que la ha llevado a ser una de las ofertas gastronómicas más
punteras y apreciadas en el mundo. Desde mediados del siglo XX, y en lo que
llevamos del siglo XXI, la figura del chef ha adquirido personalidad propia. Ha
dejado de ser el simple cocinero, para pasar a ser un verdadero artista
culinario, con personalidad propia y reconocido, altamente capacitado y
autentico hacedor de la evolución culinaria. Al derroche de creatividad de
estos artífices de la cocina hay que unir la cada vez mayor calidad en los
productos autóctonos, por no mencionar la gran variedad de ingredientes que se
producen.
En la actualidad existen distintas tendencias en
gastronomía. Por un lado está la llamada cocina de autor, en la que la
creatividad es la baza fundamental. En este tipo de cocina, el chef parte de la tradición y las raíces para
acabar innovando y fusionando con otras cocinas, dando como resultados platos
altamente elaborados en los que se presentan nuevos sabores y nuevas
presentaciones.
Muy innovadora es también la cocina molecular, aquella en
la que los alimentos son alterados en su estructura molecular para cambiar las
propiedades de los mismos, produciendo nuevas texturas, pero en ningún caso se
debe perder el sabor del alimento. Propia de este tipo de cocina son las
espumas, inventada por Ferrán Adriá; las gelatinas calientes; los aires o
humos; la cocina al vacío, en la que los alimentos se introducen en una bolsa
al vacío para cocinarlos; la criococina o cocina con nitrógeno líquido, que
permite una congelación instantánea; la
deconstrucción, que descompone los ingredientes de una receta para
tratarlos por separado, lo que lleva a
cambiar sus texturas y cocciones; o la cocción interna.
Frente a esta cocina tan altamente elaborada ha arraigado
con fuerza, con gran lamento para algunos, la llamada fast food o comida
rápida. Nacida en realidad durante las Guerras Napoleónicas del siglo XIX, en
las que los soldados demandaban la rapidez en el rancho, no hasta mediados del
siglo XX cuando este tipo de comida se extiende de modo universal. Además de la
rapidez en su consumo, se caracteriza por ser recetas que pueden consumirse sin
necesidad de ningún tipo de cubiertos, por lo que pueden ser fácilmente
transportadas y consumidas en casi cualquier lugar, incluido andando por la
calle. Además, su coste es bastante bajo.
Contrariamente a lo que se puede parecer, la comida rápida
no es algo sencillo. Hacer una comida baja en costes, sabrosa, y con una
consistencia tal que permita su fácil consumo y transporte sin cubiertos,
requiere de toda una serie de ingeniería en cuanto a procesos de cocinado y uso
de aditivos. Lamentablemente, en este proceso complicado la calidad del valor
alimentario no ha salido ganando.
En el lado opuesto está el llamado slow food, movimiento que
promueve el valor de la alimentación, la
cultura alimentaria, y los ritmos de tiempo
y la calidad de vida más cercanos al ritmo natural.
Recientemente, existe toda una variedad de restaurantes que
ofertan una buena carta de Dieta Mediterránea que puede consumirse de modo
rápido y económico, sin renunciar a la calidad y los valores nutricionales.
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